Ayer, charlando con una activista por los derechos de los animales, una chica muy comprometida con su militancia y muy sólida en su pensamiento, le pregunté: ¿Tenemos derecho de andar inundando las redes sociales con las fotos de nuestros gates, sin haberles pedido permiso para ello?. Ella se acomodó en la silla y me respondió: «Si el gato no quiere que le saques fotos, seguro que te lo va a hacer saber»
La pregunta, y la respuesta, puede parecer una trivialidad. Es una trivialidad tal vez también tantas y tantas fotos de gates que vemos a diario. Yo amo a mis gatos. Estoy pendiente de ellos y a veces pienso que no soy el buen padre que debería ser -qué pensarán mis hijas de esto último!-. Otras veces, al verlos correr raudamente hacia la puerta de calle cuando estoy por salir, me pregunto si no debería dejarlos libres de cazar pajaritos, de vagabundear, de dormir bajo los autos, etc.
Me doy cuenta de que gran parte del día pienso en mis gatos. Aunque uno ya no esté conmigo (León, a la izquierda), siguen siendo míos (nuestros), y me encanta apreciarlos en sus diferencias, en sus enconos, sus manías, sus caprichos, su extrema sabiduría. En estos tiempos horrendos que nos tocan vivir, tener estos gatos para mi es un refugio amoroso del que no podría prescindir. Por la única razón por la que echaría de menos a las redes sociales, si algún día tuviéramos la suerte de que se apagaran para siempre, sería porque no tendría oportunidad de ver fotos y videos de tantos y tanto hermosxs gatxs.
Mi admirado escritor de novelas negras Raymond Chandler tenía una gata persa negra que se llamaba Taki. Siempre posaba con ella para las fotos de prensa. Y llegó a escribir unas cuantas cartas en su nombre. Decía Chandler: «He adorado los gatos durante toda mi vida, pero jamás he sido capaz de entenderlos realmente». Esa es, creo yo, la clave de la fascinación que nos provocan.
En la foto, de izq. a der.: León, Nano y Félix, posaron para esta foto voluntariamente, aunque León estaba más preocupado po